LOLA HUETE MACHADO
Cada mes de septiembre se celebra en Nueva York la asamblea general de Naciones Unidas. La ciudad entera, esa metrópoli global que no descansa, se convierte por unas semanas en un caldero ardiente repleto de líderes de todo el mundo. Cada uno lleva consigo su plato de intereses, y aunque gran parte de lo que allí se trata tiene que ver con el bien común, el mayor éxito de estas reuniones suele ser que nadie se levante de la mesa insatisfecho.
Con la Cumbre del Clima en París (en diciembre 2015) en una suerte de grito colectivo que venía a decir: “Somos conscientes ya de lo herido que está nuestro planeta, de lo mal que lo hemos hecho… Lo somos, y queremos actuar, paliar, rectificar… porque el nivel del mar sube, porque la sequía nos alcanza, porque ya vemos que las islas mínimas lo están sufriendo…”. De nuevo, hubo acuerdos lanzadera. Pero, aun así, el terrícola corriente seguía a lo suyo, como pensando: “¿Cambios climáticos a mí? ¿En qué me afecta, si la espada de Damocles que tengo sobre mi cabeza cada día es la amenaza del paro, la precariedad laboral, el mantenimiento de mis hijos, la falta de asistencia sanitaria o de educación, la casa que necesito…?”.
Dos años más tarde, en 2017, la Asamblea de Naciones Unidas lucía un tono otoñal muy distinto. Primero, y para la gran mayoría, porque el negacionismo y la insolidaridad mundial se habían colado e instalado ya por la vía democrática en la alta política en formato presidencial y populista.
Allí, en la Quinta Avenida, se reunió un buen puñado de expertos pronunciando palabras que recordaban a aquella alerta planetaria dada por un grupo de científicos en 1992 (*). Ni el evento (organizado por la Rockefeller Foundation) ni el concepto aparecieron en las portadas de medios relevantes.
Los problemas que nos traerá la mala salud del planeta.
El ser humano ha alcanzado altas cotas de bienestar a costa de la degradación de la Tierra. Esto ya se está volviendo en su contra. Una nueva disciplina, salud planetaria, se ocupa de ello
Allí incluíamos un gráfico aparentemente insignificante, donde se mostraba el número de muertes por malaria y sida y por contaminación en los años 2014 y 2016. La última mata ya casi cinco veces más que las dos anteriores juntas. Nos encontramos en un punto crítico de la historia, decían los oradores. En resumen, hemos hipotecado la salud de las generaciones futuras para conseguir el crecimiento económico y el desarrollo del presente”. ¿Sabe el público general todo esto? ¿Le llega? ¿Se lo contamos desde los medios? ¿Lo hacemos bien?
¿Estamos a tiempo de salvar nuestro planeta? La respuesta a tal pregunta es diaria. Y se define en una sola palabra: quizá.
- Quizá, si somos capaces de asumir de una vez por todas que habitamos una gran casa común; un hogar polifacético y diverso afectado por lo que cada uno hace individualmente en cada minuto, hora, día, mes, año…
- Quizá, si somos capaces de reconocer y actuar contra la inmensa desigualdad existente entre los más de siete mil millones habitantes de la Tierra.
- Quizá, si somos capaces de eliminar o mitigar defectos de un sistema socioeconómico que ha optado por la producción más salvaje y devastadora, y sustituirla por otro más sostenible, más amable con la vida misma, con el individuo y con el increíble y rico entorno natural que nos ha sido dado.
- Quizá, si somos capaces de comunicar bien todo esto y cada habitante del planeta es consciente del riesgo.
(*) Y poco tiempo después de la Asamblea de Naciones Unidas, en noviembre de 2017, 15.000 científicos de 184 países publicaron en la revista BioScience un artículo titulado Advertencia de los científicos del mundo a la Humanidad: Un segundo aviso. Un nuevo llamamiento 25 años después del primero en que se advertía de que vamos por un camino insostenible, de la seria amenaza al bienestar humano y a la Tierra que estamos provocando desde nuestras sociedades hiperindustrializadas. “Casi todos los problemas que acucian al planeta son ahora «mucho peores», apuntaban.